sábado, 23 de noviembre de 2013

Confesiones íntimas de Stravinski

Durante 21 años el escritor y director de orquesta Robert Craft estuvo como una lapa pegado al lado del compositor y pianista Ígor Stravinski: en su casa de Hollywood, en un apartamento cercano o en la habitación contigua de un hotel neoyorquino. Allí, siempre, preguntó y cogió dictado. Así nació Memorias y comentarios. Ígor Stravinski y Robert Craft,una obra que originalmente se publicó, desde 1958, en Estados Unidos y Reino Unido en varios tomos. Ahora Acantilado edita, en un solo volumen y por primera vez en España, todas esas confesiones que recorren los tres grandes periodos del compositor: Rusia, Europa y Estados Unidos.
El autor, en el prólogo a esta edición, defiende que estas conversaciones informales con Stravinski son los únicos textos publicados realmente suyos, al contrario de obras de encargo como laPoética musical (también en castellano editada por Acantilado) yCrónicas de mi vida, “en el sentido de ser fieles a la esencia de sus pensamientos”. La edición española cuenta con traducción de Carme Font Paz y con unos extensos pliegos de ilustraciones procedentes de la colección privada de la familia Stravinski.
Craft (Kingston, Nueva York, 1923) fue amigo durante lustros de Stravinski (Oranienbaum, Rusia, 1882-Nueva York, 1971). De aquellas charlas larguísimas primero se publicaron seis libros en Estados Unidos entre 1958 y 1969, y a la vez, cinco en Reino Unido ente 1958 y 1972: estos últimos son la base del presente compendio. Es verdad que el fraseo del compositor es único, una vez Craft lo regla a una lengua inglesa potable. Su agudeza, el velocísimo vector de su criterio (“Escuchar supone un esfuerzo, pero limitarse a oír no tiene mérito. Un pato también oye”), ya sitúa este volumen en una posición privilegiada de lectura, dando la sensación de que
cada vez se lo conoce más en su aspereza, en ese tono ríspido y cortante, pero a la vez sin pelos en la lengua siempre afilada: “Fokin, junto a Glazunov, era uno de los dos hombres más desagradables que jamás haya conocido”. De sus mandobles no se libraron ni Richard Strauss (Artur Rubinstein se negó a repetir el juicio de Stravinski) ni otros contemporáneos como Diaguilev y su tocayo el director Markevich (“Diaghilev también era vanidoso de un modo autodestructivo. Recuerdo que, la penúltima vez que le vi, abrió su gabardina y me mostró muy orgullosamente los kilos que había adelgazado por el bien de Ígor Markevich, su último protégé, un arribista modesto y cruelmente implacable, que sentía tanto afecto por Diaghilev como Herodes por sus hijos”.
Probablemente, la conclusión primera y más general de este libro y, por extensión, del resto de la literatura stravinskiana, es que al compositor le gustaba mucho hablar, explicarse, exprimir el concepto, ceder pasional y cerebralmente al análisis y al meandro teórico o especulativo; también le gustaba recordar, pero usando el hito memorial y la vivencia como una biela para volver sobre sí mismo y su razón de ser: la música, sobre todo, la propia.
Aquí está relatado el fugaz y dramático encuentro frente al telón del antiguo Metropolitan Opera House de Nueva York en 1926, con el pintor Serguéi Sudeikin (primer marido de Vera, aún su amante y luego su esposa), a la sazón responsable del diseño de vestuario de Petroushka y que también salía a saludar al público: “Stravinski dio media vuelta y se marchó”.
Entre otros dardos a Shostakovich, resulta que en un nuevo viaje a Estados Unidos en 1935 lo llevaron a ver la ópera Lady Macbeth en el distrito de Mtsenk, dirigida por Artur Rodzinski y la Orquesta de Cleveland: “abominable” fue el calificativo. Ese viaje fue importante porque se daría la representación de tres de sus ballets coreografiados por Balanchine, con la orquesta en el foso del Metropolitan dirigida por el propio Stravinski: Apolo, El beso del hada y el estreno mundial de Juego de cartas.
No hay que destripar aquí cómo luego el propio Stravinski en los diálogos revive escenas, parlamentos y circunstancias, muchas de ellas hilarantes, como la negativa de Rachmaninov a ducharse o su propia negativa a opinar sobre el rock.
Entonces se llega a un aparte serio y muy ilustrativo: Perspectivas de un octogenario. A la pregunta de Craft: “¿Diría usted que el siglo XX, por ahora, ha constituido un periodo de grandes logros musicales?”, Stravinski responde: “Creo que los vuelos más altos de esta época, La consagración de la primavera, Pierrot Lunaire, Gurrelieder, pueden equipararse a los grandes logros del pasado, a pesar de que no exista caudal musical de ningún compositor de la época moderna que pueda compararse con el rico caudal de Bach, Mozart y Beethoven”.
Con la cercanía del fin, Craft se atrevió a tocar el temor a la muerte y la vejez: “Ahora la abordamos de un modo cosmético para que al menos tenga mejor aspecto (…). No hay nada de triunfal en tener 84 años, no hay euforia. Me he vuelto olvidadizo, repetitivo y duro de oído hasta el punto de que trato de evitar cualquier conversación excepto las que se desarrollan en ruso. Leo más que nunca, y cuando hablo, hablo demasiado”. Para terminar, un nada sutil varapalo a Chaikovski en la última página, cuando habla del Cuarteto en fa mayor, de Beethoven: “Ahora si el efecto de tintineo del pizzicati en la última página nos parece demasiado amanerado es en realidad culpa de Chaikovski, quien abusó de él”.

Roger Salas, El País

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